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Cuando me mudé a esta ciudad, tenía 19 años y, si bien venía en carrera, el hambre de lo nuevo estaba siempre al palo. Todo me resultaba erótico, aún más que ahora. En ese contexto, mi primer día de facultad fue fichar pibes a dos manos y, sinceramente, él fue el primero que me gustó. Vivía para el mismo lado que yo y el primer día que caminamos juntos a la parada de bondi, se levantó la remera y me mostró el aro en la tetilla. Me relamí.

Fue al poco tiempo que me lo empecé a coger. La primera vez, estábamos en mi monoambiente de Chacarita y los dos colombianos con los que yo vivía hicieron de público. Lo monté y me dijo “cogeme”. Creo que ahí empezó mi fascinación por garchar en castellano. En el grupo de amigos ya estaba ella que, si bien tenía una relación simbiótica con otra piba, me caía recontra bien y me parecía una terrible potra. Juntadas de estudio, de escabio, de porro y, eventualmente, de sexo. Todo el ambiente era siempre muy cargado de excesos y erotismos. Esa vez, estábamos con ella en la casa del sujeto con el aro en la tetilla; casa familiar en barrio familiar. Su pieza, un mundo a parte, un antro que siempre olía a esa mezcla de látex y chivo que suelo llamar olor a sexo.

No recuerdo cómo empezó la cosa, pero recuerdo que sacarle la ropa reveló un slip recontra polémico (de los que le compraba su vieja) y no nos importó. Con la correa de su perra le atamos las manos y lo lengueteamos por todos lados. Le vendamos los ojos? Eso creo, pero no recuerdo. Tengo la imagen de la pija en el medio de mi boca y la de ella. Ella que siempre fue más linda desnuda que vestida. Él se retorcía entre gemido y gemido. Algo nos decía seguramente… le gustaba hablar cuando estaba caliente. Tenía una faceta de artesano del sexo que ahora me resulta chistosa, pero que, en ese momento, me seducía.

Esa tarde de un día cualquiera de la semana sé que acabamos todxs. Lo que no sé, pero creo que no me equivoco si especulo, es que probablemente nos reímos juntos tomando unos mates después de ponernos la ropa y, casi que podría asegurar que habremos hecho algún comentario sobre lo cinematográfico de la escena que acababa de suceder. Un tiempo después terminamos filmando algo todavía más porno, pero ese es otro relato.

No sé bien cuándo fue, pero en algún momento de esa época de cogernos a este sujeto, juntas o por separado, empezamos a llamarlo “el perro”, con su absoluto conocimiento (y consentimiento), por la manera en que garchaba. Difícil de explicar, pero garchaba como un perro. No sé si bien o mal, pero la hemos pasado muy bien durante mucho tiempo. Ahora hace más de una década que no nos vemos, pero si llego a tener la oportunidad de volteármelo de nuevo, lo hago sin pensar; en parte, para honrar los viejos tiempos y, en parte porque me da curiosidad saber si sigue cogiendo como perro o si vamos a tener que cambiar la correa por una fusta…



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